Portada del libro “Hispanoamérica” de Daniel Mazzone
I – La Historia como cuestión de Estado
Introducción
En el bicentenario de las Cortes de Cádiz y de los procesos independentistas, Hispanoamérica es la región más inequitativa y violenta del mundo, cuyos insuficientes avances de las dos últimas décadas en el plano de las instituciones democráticas, con frecuencia son neutralizados por la acción directa o indirecta de su pobreza estructural.
En los últimos 30 años las cosas han empeorado. En 1980 la tasa de muertes violentas era de 13 por cada 100 mil habitantes, mientras que en 2006, fue de 25 y según la ONU, llegará a 30 para 2030 (El País, de Montevideo, 26 de agosto, 2010).
El futuro no llega a Hispanoamérica –o llega tarde, a través del filtro de los países de punta- porque entre nosotros, el pasado no termina de pasar. Vivimos mirando hacia atrás, debido a ese gran núcleo irresuelto, y el futuro termina sorprendiéndonos, porque nuestra participación en el presente es irrelevante. Otros lo protagonizan. En los más diversos campos, como hace 200 años, seguimos tomando lo creado por otros.
Las elites que condujeron sucesivamente estos dos siglos de magros resultados conservan buena parte de los rasgos genéticos de los fundadores. De ahí el interés de este trabajo por interpelar a la estirpe fundadora. Si aquellos primeros políticos e intelectuales marcaron su impronta en la matriz de nuestras sociedades, puede conjeturarse que en el conjunto de macrodecisiones adoptadas en los orígenes, residen algunas claves para interpretar la performance posterior.
Si los primeros políticos lucen mucho más preocupados por el interés individual y el de su estamento, que por el interés colectivo, los primeros historiadores no parecen independientes de la política, al punto de que buena parte de la producción historiográfica inicial se remitió a convalidar a la política.
Las Cortes de Cádiz, puestas en marcha cuando medio imperio español se debatía entre la ruptura y la fidelidad a la corona en ese momento acéfala, asoman como un marco excepcional –todavía inexplorado a fondo- para ensayar hipótesis y abrir caminos prospectivos.
Ninguna incomprensión es inocua
La hipótesis de este trabajo supone que la deformación ideológica producida por las primeras entregas de la historiografía hispanoamericana, ha impedido una adecuada comprensión del pasado. Si ninguna incomprensión es inocua, la del pasado es peligrosa en grado extremo. Más aun cuando se trata de fundaciones. Buena parte de la idea que poseemos los hispanoamericanos de Hispanoamérica, proviene de aquella gestión.
Mientras la mayoría de los hispanoamericanos cree que nuestros países fueron fundados por revoluciones independentistas de carácter democrático, la evidencia disponible revela que el rechazo de la mayoría de los españoles e hispanoamericanos a la invasión napoleónica en España, se realizó “en nombre de valores que, en lo esencial, son los de una sociedad tradicional” (Francisco-Xavier Guerra, 1994, p. 43).
Ya existe una profusa historiografía que ha realizado la acumulación suficiente para fundar un nuevo relato de la historia de Hispanoamérica. Sin embargo esa nueva versión de los hechos no alcanza a plasmarse, librada como está a los esfuerzos de individuos o de corrientes historiográficas que no han podido por sí solas, vencer la inercia del discurso sostenido por la costumbre y el peso de la enseñanza académica tradicional.
Hispanoamérica es, todavía hoy, una idea sin concretar. Cada uno de nuestros países ha jugado hasta tal punto la baza de la exaltación propia, que hemos subordinado la construcción de la idea que da cuenta de nuestra esencia. Por eso coexisten varias hispanoaméricas y se posterga, generación tras generación, la construcción de la idea común. La mayor parte de nuestros textos de enseñanza, la abrumadora y envolvente visión de las efemérides y sus diversas formas conmemorativas, así como la simbología que remite al pasado, funge imbuida de interpretaciones míticas fundadas en el siglo XIX al servicio de intereses coyunturales. Lo nuevo, lo auténticamente renovador, no ha logrado aun reunir la fuerza suficiente como para disputar la primacía a la potencia de la costumbre.
Porque la historia hispanoamericana todavía no refleja adecuadamente nuestro pasado, es porque no terminamos de cerrarlo. El pasado no termina de pasar, y en esa irresolución termina bloqueando el futuro porque una y otra vez los hispanoamericanos reafirmamos un relato histórico equívoco e inconsistente; un relato asentado sobre conocimientos ya superados, cuyo valor esencial reside en haber jugado, en su momento, un papel funcional a la elite política fundadora.
Una extensa producción historiográfica –en parte consultada para este trabajo- revela y reivindica, con interpretaciones fundadas, la presencia de una nueva historiografía con credenciales suficientes para constituirse en saber. ¿Qué impide que ese conocimiento ya establecido por diversas corrientes de historiadores hispanoamericanos se transforme en saber, de modo de constituirse en una nueva síntesis más representativa del pasado regional?
Puede que tanto la política como la academia simplemente se atengan a las reglas del juego, de modo que hayan dejado al nuevo relato librado a sus propias fuerzas para que se abra paso por su propio peso, en los tiempos que el propio debate determine. De hecho es así como ocurren los cambios en el campo del saber.
Sin embargo –y ésta es otra hipótesis de este trabajo- el relato del pasado no es una cuestión de importancia exclusiva al interior de los cenáculos de expertos. Ni da lo mismo que su aparición se dilate o se anticipe. Del mismo modo que para la medicina no tiene la misma urgencia una investigación cualquiera que el hallazgo de soluciones concretas para el cáncer o el Sida, para el desarrollo de Hispanoamérica, consensuar nuevas visiones y versiones del pasado reviste la máxima urgencia.
Nuestros héroes no son los fundadores
Esta es una de nuestras grandes confusiones. El gravísimo problema de la incomprensión de los orígenes impide, entre otros factores, ciertamente, todo tipo de proyección eficaz. Impide por ejemplo que comprendamos que los héroes que veneramos (San Martín, Bolívar, Artigas, Sucre, O’Higgins, Alamán o Yegros), no son nuestros fundadores, sino precisamente lo contrario, los derrotados. No es así como los recoge nuestra historiografía más recibida. Y no es así porque antes ha realizado otras operaciones que impiden recoger el auténtico legado de nuestros héroes derrotados. Porque si la historiografía dijera claramente que nuestros héroes derrotados se proponían en 1800, una Hispanoamérica más unida o al menos no tan disgregada, que fuera moderna y democrática, a continuación debería explicar que quienes se les opusieron, los verdaderos fundadores de Hispanoamérica, se proponían lo contrario y por eso lucharon en su contra y los derrotaron.
Los criollos fundadores ya tenían un doble discurso. Pretendían que el número de sus representantes en las Cortes de Cádiz se basara en la cantidad total de habitantes de América, pero al mismo tiempo se oponían a conceder la ciudadanía española a los estamentos más bajos como las llamadas “castas pardas”. Los liberales españoles eran en este y otros puntos, mucho más progresistas que nuestros “padres fundadores”.
El patriciado criollo jugó para sí mismo. Exhibió cierto progresismo en sus demandas relativas a la libertad sobre todo de comercio, pero al mismo tiempo hizo gala de un fuerte conservadurismo a la hora de defender sus privilegios en las provincias. La historiografía española se pregunta con frecuencia si los aristócratas criollos querían romper la unidad imperial. Es probable que nada hubiera pasado si la corona les hubiera dado los cargos y la participación en el poder que pretendían. La evidencia indica que sólo querían salvarse a sí mismos.
Al replegarse las autoridades hispanas, los criollos fundaron repúblicas en su mayor parte oligárquicas –sin chance de sobrevivir con autonomía- que no tuvieron ante sí otra alternativa que insertarse en el flujo histórico subordinadas al imperio británico. Esto no constituía una sorpresa para quien estuviera al tanto de los acontecimientos mundiales por aquellos días de los comienzos del siglo XIX.
Pero además, aquella generación fundadora cometió, en su imprudencia, otros graves errores. Al romper con España del modo que lo hicieron, con rechazo de la tradición, se consolidó una ruptura cultural que nos ha impedido toda síntesis del legado hispánico e indígena. Las mismas elites que después de Cádiz sentaron las bases de una Hispanoamérica irrelevante que no ha logrado instalarse como sujeto de la historia, también expulsaron a las colectividades españolas, maltrataron a la población indígena y condujeron al rechazo de la tradición a través de la hispanofobia. Las independencias se consumaron en las peores condiciones posibles y sentaron unas bases endebles que la historiografía convalidó.
Las elites criollas trataron a los indígenas peor que el imperio español. Pretendieron incorporarlos sin sus hábitos, ideas, religiones y lenguas, es decir, sin su cultura, lo cual también impidió la recuperación natural de su legado.
Todo este programa estaba en las antípodas de lo que pretendían nuestros héroes derrotados. Pero fue este programa el que triunfó y no el de nuestros héroes derrotados. La historiografía no lo establece aun con claridad. Los términos se mezclan en la cabeza de los hispanoamericanos como si no hubiera habido vencedores y vencidos. Como si la fundación de Hispanoamérica fuera obra de todos, indistintamente. Es más, como si en realidad, quienes hubieran puesto las bases para que Hispanoamérica sea lo que es hoy, hubieran sido los héroes que veneramos, San Martín, Bolívar, Artigas, Hidalgo o Morelos. No fue así. Difícilmente podamos pensar con eficiencia sin separar la paja del trigo. Por eso esta interpelación a los fundadores, para que respondan por su victoria. Para que se hagan cargo de sus decisiones y rindan cuentas de sus actos.
Una cuestión de Estado y de Estados
Hannah Arendt subrayó que si un milagro hubo en la emancipación de los Estados Unidos, “no fue la posesión por parte de los colonos, de la suficiente fuerza y poder para ganar una guerra contra Inglaterra, sino el hecho de que esta victoria no terminase en una multiplicación de repúblicas, crímenes y calamidades” (Arendt, p ).
El enfoque de Arendt, como el de la mayor parte de los historiadores consultados y citados, difiere notoriamente del triunfalismo de la historiografía hispanoamericana más recibida, cuyo relato se basó en la conciencia mitológica, la hispanofobia y la glorificación de victorias militares que no condujeron a verdaderas soberanías. A dos siglos de las independencias, la magra performance de la región insta de por sí a la reflexión sobre las decisiones que dieron forma al universo hispanoamericano tal como lo conocemos hoy.
Pocas construcciones intelectuales son tan decisivas para cimentar la fortaleza de un país o de una región con más de cinco siglos de vida en común, como el relato histórico. Ese relato es decisivo para la economía, para la ciencia y la tecnología, para la cultura y también para la defensa, en síntesis, para la política. Y así como la política fue la que indujo a los primeros intelectuales a realizar un relato falso, quizá sea la política la que deba dar el primer paso para fomentar el debate más urgente y decretar esa prioridad, de modo que por primera vez en Hispanoamérica, una cuestión intelectual sea una cuestión de Estado. Hispanoamérica no puede continuar desvinculada de sus orígenes. Esto es lo que la política debiera comprender.