La crisis evidencia la desconfianza en la comunicación desde el surgimiento de las nuevas plataformas. La red social está en el ojo de la tormenta, por sus dos mil millones de usuarios, pero también por sus laxas y opacas políticas de control interno.
El CEO de Facebook, Mark Zuckerberg. Foto: Cedoc
La crisis de las mal llamadas “fake news” es una crisis exclusivamente occidental, particularmente de las sociedades abiertas. Para decirlo sintéticamente: sólo en las sociedades abiertas hay una construcción de la verdad social donde interactúan, de muy diversos modos, el poder, los medios y la ciudadanía. Esta metodología democrática –compleja e imposible de explicar en detalle en un artículo- dista mucho del relato oficial que le imponen las sociedades cerradas a su gente. En resumen: las sociedades abiertas lo son, precisamente porque libran a la intervención ciudadana, la construcción de los relatos y valores más representativos; la ciudadanía toma decisiones. En las sociedades cerradas –y obviamente las hay de diversos grados- la adopción individual de decisiones se encuentra muy –y en ocasiones totalmente- acotada.
Por todo ello tiene una importancia crucial lo que ocurra con el ecosistema de medios, es decir, con el conjunto de instituciones mediáticas que precisamente media para construir esa verdad social. Es probable que no tengamos conciencia cabal de esa participación colectiva, con la cual construimos a diario la versión más satisfactoria posible sobre los distintos asuntos que nos conmueven a diario. Así lo han hecho sucesivas generaciones durante los últimos dos siglos.
Con el advenimiento de las redes reticulares, cuyo núcleo está constituido por la internet desde 1991, y posteriormente con la reorganización de ese ciberespacio en plataformas de circulación masiva de medios y usuarios –de las cuales Facebook/Instagram/WhatsApp, Google/Youtube, Twitter/Periscope, Snapchat, Apple, Spotify son algunas de las más representativas- algo cambió de pronto, radical y bruscamente. Ingresamos en una inédita crisis en la circulación de textos. Dejó de saberse en qué se podía o no confiar.
Lo que había ocurrido era profundo y como suele ocurrir cuando hay cambios que superan la comprensión general, se los bautiza de un modo reduccionista que simplifica y entrega la ilusión del conocimiento a cambio de incapacitar para la comprensión real del problema. Lo extraño de esta situación creada a partir de su bautismo como “fake news”, es que todos parecen convencidos de que el problema está en los medios, inclusive los propios medios han entrado con pocas excepciones en ese corral de ramas.
Evidentemente, “fake news” es más fácil de incorporar que “crisis en la circulación de textos”; sin embargo hay una gran diferencia entre un cintillo equívoco e insustancial, y una expresión que procura ubicar el fenómeno en su verdadera dimensión. Dicho con extrema síntesis, el problema radica en que se modificó el modelo de circulación de textos que regía desde el siglo XIX, caracterizado por una circulación controlada y mediada por medios que asumían la responsabilidad de lo que circulaba por ellos, es decir, por la sociedad.
Este modelo caducó con la aparición de las plataformas, a través de las cuales los textos circulan con una masividad y a velocidades que tornan imposible el control que antes se ejercía. La pregunta pasa a ser entonces, si las plataformas tienen mecanismos de control para responsabilizarse de los contenidos que circulan por sus estructuras.
Facebook y el caso de las cuentas rusas falsas
Facebook acaba de reconocer que unas 470 cuentas rusas falsas compraron espacios por valor de 100 mil dólares y emitieron más de 3 mil anuncios que llegaron a unos 70 millones de usuarios entre 2015 y 2017.
A partir de ese reconocimiento, se desató el debate y la presión política sobre la empresa, para que entregara información detallada al Congreso. El viernes 22 de setiembre The New York Times informó que Facebook prometió entregar los links de las cuentas rusas al Congreso. El título se mantuvo como principal durante toda la mañana de ese día.
El jueves 21, Mark Zuckerberg había declarado en San Francisco, que le “importa muchísimo el proceso democrático y proteger su integridad. Me preocupa que usen nuestras herramientas para minar nuestra democracia” (El País, 22 de setiembre, 2017).
Y también Colin Strech, responsable legal de Facebook, agregaba: “El público merece saber de manera concreta qué pasó en las elecciones de 2016. Hemos concluido que compartir los anuncios que hemos descubierto encaja con nuestra obligación de proteger la información de los consumidores” (El País, idem).
Es claro que todo lo que haga o diga Facebook, tendrá la trascendencia que le otorgan sus 2 billones de usuarios. Esa inconmensurable influencia se la conferimos los ciudadanos de las sociedades abiertas que le reconocen a la empresa, la eficacia de resolver los problemas básicos de la comunicación contemporánea a escala planetaria. Las plataformas no existirían si no potenciaran las actividades humanas en un mix de velocidad y eficiencia comunicativa que las torna imprescindibles en el funcionamiento social. Pero Facebook presenta incongruencias severas en aspectos cruciales que empiezan a quedar de manifiesto al tiempo que parece emerger cierta conciencia colectiva del desmedido poder que administran las corporaciones tecnológicas.
Veamos entonces. En julio pasado, Facebook declaró no tener pruebas de que cuentas falsas hubieran comprado espacios publicitarios en la plataforma. Un mes después, en agosto, anunció que 470 perfiles y páginas estaban relacionadas con la Agencia de Investigación de Internet de Rusia, una organización vinculada al Kremlin” (El País, idem). Las cosas empezaron a ponerse serias para Facebook, cuando las autoridades dejaron traslucir que la corporación podría ser imputada criminalmente por su responsabilidad en el caso, de acuerdo a lo informado por Slate, el viernes 15 de setiembre.
Ahora, Zuckerberg dice que tomará nuevas medidas, que contratará 250 personas para su equipo de seguridad y entablarán relaciones con comisiones electorales.
El 24 de setiembre, The Washington Post informó que el propio ex presidente Obama le había pedido personalmente a Mark Zuckerberg, durante una conferencia en Perú en noviembre de 2016, pocos días después de la victoria de Donald Trump, que tomara la desinformación política de las cuentas rusas como un problema serio. La respuesta de Zuckerberg fue que los mensajes a que el entonces presidente Obama aludía no tuvieron amplia difusión en Facebook y que el problema planteado no tenía una solución fácil.
El 21 de mayo, The Guardian había publicado un artículo revelador: “Facebook cuenta con 4.500 “content moderators” y recientemente anunció nuevos planes para contratar otros 3.000”. Sin embargo, con 1,3 millones de posts por minuto, cada moderador cuenta con unos pocos segundos para adoptar su decisión, sin duda una fuente severa de stress y de gran inoperancia (The Guardian, 21 de mayo, 2017).
Tal es la verdadera dimensión del problema. Facebook ha tardado demasiado en advertirlo, en reconocerlo y finalmente en disponerse a colaborar con las autoridades.
Es por lo menos llamativa la diferencia de velocidad con que hace un año, intentó obligar al noruego Espen Egil Hansen, editor del diario Aftenposten, a eliminar de su página de Facebook, la foto de la niña del napalm, todo un ícono de la guerra de Vietnam, al confundir su trágica desnudez con obscenidad. El diario no sólo no eliminó la foto, sino que la publicó en la portada de su edición impresa y desafió a Zuckerberg a debatir sobre la censura. Zuckerberg debió pedir disculpas y retractarse, algo que le está ocurriendo con demasiada frecuencia.
Artículo publicado en www.perfil.com