«Solemos utilizar el término orwelliano de dos modos: describimos una situación como orwelliana cuando queremos dar a entender la existencia de una tiranía aplastante, del miedo y el conformismo; y describimos una obra literaria como orwelliana para reconocer que la resistencia humana a esos terrores es irreprimible».
Christopher Hitchens (2016)
La Universidad de Oxford —la más antigua de origen inglés— se fundó en 1586 y de ella egresaron celebridades como Stephen Hawking, Oscar Wilde o J. R. R. Tolkien. Su influyente Diccionario se pública desde 1884 y lanza cada año una palabra que anuncia o da sentido a una tendencia. En 2016 fue post-truth.
Según el editor, la «palabra del año» 2016 «denota las circunstancias en las cuales los hechos objetivos tienen menos influencia en el estado de la opinión pública que las apelaciones a la emoción y las creencias personales». Y sustenta la afirmación en una gráfica que registra un crecimiento del uso del término entre mayo y octubre de 2016, referido, según el propio editor, al referéndum del brexit en el Reino Unido y al proceso preelectoral en los Estados Unidos. Asimismo, señala y remite a un antecedente de doce años, en el libro de Ralph Keyes, de 2004, e Post-truth Era, quien habría acuñado inicialmente la expresión.
La evidencia es incuestionable; el término posverdad se emplea con fuerza redundante y ligereza abrumadora. Sin embargo, de esa constatación, amplificada por la eminencia de la fuente emisora, no debería colegirse que efectivamente se haya establecido un escenario irreversible. Por ahora no es más que un desajuste momentáneo de las formas en que circulan los textos en Occidente desde hace más de dos siglos.
Admitir el arribo a un hipotético estadio de posverdad equivale a resignarse ante quienes acusan al voleo a lo que en su neolengua llaman los medios, como si se tratara de un todo indiviso y homogéneo que funciona al unísono. Es la falsedad primordial y sobre ella se asienta el resto del mecanismo falacioso detrás del cual probablemente no haya otra cosa que nihilismo. El eslogan antimedios parece fácilmente inteligible para audiencias masivas y podría afectar, si acaso prosperara, al propio ecosistema occidental cuya construcción demandó dos siglos, y varios siglos más de antecedentes preparatorios.
Este artículo se propone discutir el equívoco diagnóstico que ubica esta crisis en el campo del periodismo, bajo el rótulo fake news, y establecer algunos criterios para evaluar qué hay de verdad en la presunción de que la verdad haya dejado de importar.