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Publicado en Suplemento Qué Pasa, Diario EL PAIS – Montevideo – Uruguay
Olvido y vigencia del más moderno de los pensadores clásicos uruguayos
Pensador impertinente
El latinoamericanismo, la Tercera Vía y la democracia como necesidad. La herencia de José Enrique Rodó, un contra genial.
DANIEL MAZZONEEl itinerario de José Enrique Rodó no fue simple, y mucho menos, cómodo. Lo que tenía para decir no agradaba a la mayoría, ni siquiera a los más ilustrados de sus contemporáneos, aunque Rodó lo dijera a su modo exquisito. Quizá el Río de la Plata fuera una fiesta en 1910 -algunos le siguen llamando belle epoque- pero en todo caso una fiesta que se iba a terminar, una fiesta falsa. La digestión les resultaba difícil incluso a quienes lo leerían una o dos generaciones después: Carlos Quijano, Real de Azúa o José Luis Romero no terminaron de comprenderlo y lo discutieron contestándole a lo que Rodó no decía.
Envuelto en una prosa que buscaba “decir las cosas bien”, el discurso a contramano de Rodó lucía inoportuno, impertinente. En plena euforia colectiva, hablaba de carencias, de atraso, de esforzarse para crear y no copiar, en fin, cosas que nadie quería oír, pero que el traqueteo del siglo XX dejaría en cruda exposición.
A noventa años de su muerte -1° de mayo, 1917- su presencia desleída podría inducir al error de suponer un discurso agotado. Sin embargo, con Rodó no hay que dejarse guiar por las apariencias. Tampoco su notoriedad temprana fue prueba irrefutable de éxito. O sea que ni la inicial recepción masiva y clamorosa fue inequívoca, ni el olvido actual tiene por qué ser definitivo.
Roberto Ibáñez, en una entrevista que le hiciera Jorge Rufinelli se preguntaba qué era América Latina en 1900. Y se respondía: “Un conjunto de pueblos desorientados, en los cuales alcanzaba peligroso incremento la nordomanía, que el propio Rodó supo definir como `una especie de abdicación servil`. Por eso era necesario que nuestra flaca América (preservara, como recomendaba Cicerón) la originalidad de su carácter personal, respetando, en cuanto no sea inadecuado para el bien, el impulso primario de la naturaleza` (a lo cual Rodó añadía) que el precepto hallaría más eficacia si se le aplicase colectivamente al carácter de las sociedades humanas” (Marcha, 16 de julio, 1971).
En qué puede advertirse, desde la perspectiva actual, la desorientación de América Latina en 1900. Quizá el aspecto central radique en la forma en que se perdió la batalla de la tecnología, y por tanto de la investigación y la ciencia, claves de la acumulación del conocimiento en los dos últimos siglos.
La revolución industrial introdujo en el siglo XIX una velocidad y una nueva escala en la producción económica que a la postre resultaron decisivas para que los países de punta dominaran el mundo y a la inversa, para que quienes no alcanzaran ese estadio de desarrollo, se hundieran en el estancamiento y el subdesarrollo. No es el único factor, pero sí el más determinante. Sin tecnología de punta no hay escala ni velocidad y la economía se retrasa inevitablemente. Esto fue lo que le ocurrió a Uruguay y a sus vecinos. Nadie nos iba a regalar know how y nadie lo hará jamás. El know how se obtiene si hay investigación y desarrollo. Se partió de la mala base de que siempre tendríamos dinero para pagar tecnología y técnicos extranjeros.
El Estado uruguayo no favoreció -y con el avance del siglo XX cada vez estuvo en posición de hacerlo menos- el ahorro ni la inversión reproductiva, y gastaba, por el contrario, en edificios y monumentos faraónicos y planes de desarrollo equivocados. El haber perdido la batalla central de los ferrocarriles, dejando de entrada que los construyeran firmas extranjeras es quizá un síntoma -sólo uno de tantos- del modo en que nos desentendimos de cómo funcionaba el mundo. ¿Cuánto hace que escuchamos a nuestros profesores de historia decir en sus clases que el diseño ferroviario obedeció a la estrategia británica y no al desarrollo nacional? Esa es una verdad abrumadora. Pero ¿acaso se trata de culpar a Gran Bretaña? Podemos hacerlo si se desea, pero más fértil será invertir el punto de vista y preguntarse qué fue lo que no hicieron nuestros antepasados para que las cosas fueran de ese modo y no de otro.
No pretendo agotar aquí un debate riquísimo que permanece ajeno a nuestra gente. Sólo señalarlo para sentar la hipótesis de que en el 900 se diseñaron países perdedores, y que en ese diseño puede haber jugado un fuerte papel el modo, imperfecto, muy imperfecto en que accedimos a la democracia. Como señala de modo irrefutable Amartya Sen, Premio Nobel de Economía 1998, sólo en la democracia se adoptan las decisiones más racionales. La obra de Rodó abunda en enfoques que permiten comprender esas dificultades, sintetizadas en el punto de la desorientación generalizada en América Latina.
Después vino lo que ya sabemos, la gran ola que dividió al mundo en dos y América Latina se hundió en la profunda noche de los `60 y `70. Rodó constituye la voz más potente que ha dado el Uruguay desde el punto de vista del pensamiento y su escala es latinoamericana. Uruguay no debería darse el lujo de continuar ignorándolo.
La calidad de la recepción
Se sabe que sus libros agotaban ediciones con rapidez, y que las reseñas se multiplicaban en los medios importantes. Escribió en los principales medios de América Latina e intelectuales como Unamuno y Gaos amplificaron su voz en el continente europeo. Sin embargo, algo de toda esa fama dejaba que desear. El propio Rodó daría pistas de la calidad de esa recepción: Ariel se abrió “paso por su estilo (pero) en cuanto a las ideas desentonó en el ambiente, y no faltó quien lo tildara de `reaccionario`”, declaró a un periodista de Caras y Caretas que lo entrevistó en Montevideo, en marzo de 1916.
Quien hace foco en el estilo -sea o no consciente- desvía la atención del eje de las ideas. El estilo de Rodó mareó a críticos como Real de Azúa, quien llegó a escribir en 1967: “Lo que complica en el caso de Rodó toda evaluación es su doble calidad de artista y pensador, de estilista y escritor de ideas. Parece que ambas cosas quiso serlo con parejo empeño”.
Es inexplicable que Real se “complicara” juzgando a Rodó como estilista, cuando era notorio que su celo por la forma sólo procuraba un buen vehículo para sus ideas. Precisamente en Decir las cosas bien escribió (1899): “De lo que creéis la verdad, ¡cuán pocas veces podéis estar absolutamente seguros! Pero de la belleza y el encanto con que lo hayáis comunicado, estad seguros que siempre vivirán”.
En cambio, cuando se refería a las ideas empleaba sustantivos de mayor calado, como en Motivos de Proteo (1909): “No hay convicción tal que, una vez adquirida, debas dejar de trabajar sobre ella (…) Trabaja, pues, sobre la convicción adquirida; relaciónala con nuevas ideas (y) si aciertas a ponerla en adecuada relación con la idea superior y maestra que ocupa el centro de tus meditaciones, será un lazo más que asegure la estabilidad de esta última”. Es evidente que para Rodó, la forma es subsidiaria de la idea; no están a nivel, ni hay un “parejo empeño” en los dos planos. Decididamente, no fue un estilista, aunque se esmerara en el estilo.
Real fue aun más lejos y calificó a Rodó de “repensador de ideas ya pensadas”, en una muestra de incomprensión revestida de impugnación. El sentido del pensamiento de Rodó, de suma originalidad para la época, surge del conjunto de la obra, sin ubicar cuyo ápice difícilmente pueda inteligirse cada una de sus partes. Y si bien se nutre de ideas de otros, a diferencia de algunos de sus contemporáneos, tomó de los otros, lo que resultaba útil a su sistema, sin entregar el núcleo, que es lo que sugiere Real. Su método radical -como se verá- no admitía otro tratamiento para el pensamiento ajeno.
También hubo quienes le reprocharon su excentricidad respecto de las doctrinas europeas en boga y quienes desarticularon su discurso eludiendo el núcleo y discutiendo con aspectos aislados de su obra.
Ellos -y son muchos- no discuten con Rodó, sino con su idea de Rodó, por lo cual creen salir vencedores de un combate que no libran. Un ejemplo con nombre ilustre es el de José Luis Romero, que en el semanario Marcha -1/9/61- asoció a Rodó con “el innegable designio de las oligarquías de perpetuar sus privilegios, sino también en la convicción arraigada de que las clases populares carecían de aptitudes para intervenir en la vida política (…) Con la experiencia de los primeros movimientos sociales ante el espectáculo de la organización de los sindicatos obreros y del estallido de huelgas, esa actitud se fortaleció y generalizó. Tuvo sus teóricos, algunos de ellos de extraordinario brillo, y acaso el más alto de todos fue J. E. Rodó” (citado por Hugo Torrano, 1971)
La crítica no tiene fundamento en la obra de Rodó si se considera que ya en Ariel, se refirió al “carácter odioso de las aristocracias tradicionales (…) injustas, por su fundamento, y opresoras por cuanto su autoridad era una imposición”. Sería más enfático aun en La prensa de Montevideo, de 1909: “El escritor es, genéricamente, un obrero; y el periodista es el obrero de todos los días (…) sólo quedará entre los hombres un título de superioridad, o de igualdad aristocrática, y ese título será el de obrero. Esta es una aristocracia imprescriptible, porque el obrero es, por definición, `el hombre que trabaja`, es decir, la única especie de hombre que merece vivir”.
Desde luego esto no convertía a Rodó en un ideólogo popular, lo cual tampoco estaba en su intención. Parece sí, en cambio, el tipo de reproche que quienes, carentes de matices, pretendían que se alineara en el único bando para ellos concebible si se pretendía defender los intereses populares. Pero Rodó era un demócrata liberal, se enfrentó a las aristocracias por la derecha, pero también con los jacobinos que atacaban a la democracia por la izquierda. El pensamiento de Rodó era pródigo en matices originales, a contramano de un siglo que transcurrió en su mayor parte en blanco y negro.
Las claves de Rodó
El punto de partida de Rodó fue determinar que los iberoamericanos carecían de conciencia sobre sí mismos, sin lo cual, como lo demostraban los países de punta que tenían poderosas identidades, era impensable cualquier estrategia de desarrollo. Esa fue su “idea superior y maestra”, y su programa intelectual se subordinó a ella.
Para Rodó, la región hispanoamericana -que no Brasil- cometió un grave error al romper lazos con la metrópoli: “Los agravios de la lucha por la emancipación y el dolorido recuerdo de las limitaciones y ruindades de la educación colonial, movieron en la conciencia de las primeras generaciones de la América independiente un impulso (que convirtió) en escisión violenta, que había de parar en forzosa desorientación y zozobra, lo que pudo ser tránsito ordenado”.
Ni Estados Unidos ni Brasil operaron de ese modo. Por diferentes razones, ambos países realizaron una transición menos traumática con sus respectivas metrópolis. Claro que este aspecto no fue condición suficiente para el desarrollo posterior, pero también para Brasil, su unidad territorial representa un diferencial importante respecto a la disgregación de las decenas de repúblicas de la parte hispanoparlante de América Latina.
En segundo lugar, a Rodó también lo diferencia su método, que comenzaba por leer lo que necesitaba leer, seguir sus propias interrogaciones y subordinar todas las ideas a la idea rectora, superior. Así se diferenció del grueso de los intelectuales de la región, que respetaron -muchos lo siguen haciendo todavía hoy- en exceso al pensamiento europeo, al que intentaron aplicar, a veces mediante toscos trasplantes, a la realidad pobre de América Latina.
La realidad actual de América Latina -con matices que varían de un país a otro- parece ser más el producto de sucesivos “implantes” tomados de planes exitosos en los países de punta, que de la elaboración tenaz de las posibilidades propias. Se “replicaron (sin pensar) ideas de otros”, sin que en ello haya tenido Rodó ninguna responsabilidad.
En tercer lugar, a Rodó lo distingue su programa original, que se puede sintetizar en cuatro puntos. En su obra Rodó rezuma un gran conocimiento de la antigüedad grecolatina. Al echar en falta la conciencia sobre los orígenes, procuró determinarlos, con vistas a su difusión. En Ariel rescata “la armonía de los dos impulsos históricos que han comunicado a nuestra civilización sus caracteres esenciales (…) Del espíritu del cristianismo nace el sentimiento de igualdad (…) De la herencia de las civilizaciones clásicas el sentido del orden, de la jerarquía, y el respeto religioso del genio”. Esto no implicaba que Rodó se desentendiera de las raíces indígenas, sino el reconocimiento de que los “caracteres esenciales” de América Latina provienen de Occidente, quien le insufló la universalidad de la que carecían las civilizaciones indígenas. Rodó subrayó en 1900, que América Latina hablaba mayoritariamente dos lenguas latinas (portugués y español), se regía por los valores cristianos y por el orden normativo del derecho romano.
El programa de Rodó también subrayó las bases comunes de nuestros países, Magna Patria potencial superadora de la disgregación regional “desde el golfo de México hasta los hielos sempiternos del Sur”, con lo cual determinó los límites de la nación.
También examinó y describió el mundo desarrollado de 1900, con sus propuestas, europea y norteamericana. Sugirió no imitar ninguna de ellas. Las bases del desarrollo latinoamericano deberían surgir de una fuente nutricia propia: sin “desnaturalizar el carácter de los pueblos -su genio personal- para imponerles la identificación con un modelo extraño al que ellos sacrifiquen la originalidad irreemplazable de su espíritu; ni en la creencia ingenua de que eso pueda obtenerse alguna vez por procedimientos artificiales e improvisados de imitación”.
Finalmente, su programa fijó las fuerzas motoras de la época: la democracia y la ciencia (por extensión, lo tecnológico) y reflexionó, sobre ambas. Promovió la democracia cuando esta ni siquiera se había impuesto en América Latina y discutió el elitismo de quienes temían que la democracia fortaleciera la masificación, como Renan y Nietzsche.
Rodó escribe en medio de la primera ola democrática, según la conocida clasificación de Samuel Huntington, y cuando por América Latina se expandía “cierto pesimismo respecto de la genialidad `latina`, a la que era común considerar herida de irremediable decadencia, oponiéndosele, en todo y para todo, la superioridad del modelo anglosajón”, dicho en palabras del propio Rodó. Y a su vez se pregunta ¿por qué es importante el examen de la forma democrática a ser asumida por las sociedades de América? Su respuesta incluye dos razones:
1) Por “el presuroso crecimiento de nuestras democracias por la incesante agregación de una enorme multitud cosmopolita; por la afluencia inmigratoria, que se incorpora a un núcleo aun débil”.
2) Esa fuerza multitudinaria “nos expone en el porvenir a los peligros de la degeneración democrática, que ahoga bajo la fuerza ciega del número toda noción de calidad; que desvanece en la conciencia de las sociedades todo justo sentimiento del orden; y que, librando su ordenación jerárquica a la torpeza del acaso, conduce forzosamente a hacer triunfar las más injustificadas e innobles de las supremacías”.
Puntos ciegos
Desde el diagnóstico hasta el programa, los puntos enunciados sintetizan -sin agotar- la obra de Rodó, y permiten percibir varios de los problemas que, agravados, aquejan hoy a las sociedades latinoamericanas. ¿Acaso se duda de que nuestros países no entraron a la democracia por la mejor de las puertas? ¿Acaso hemos sido suficientemente enfáticos en la educación sobre nuestras raíces grecolatinas? Sin que esto signifique desde luego, despreciar ni dejar de lado, los componentes indígena y afroamericano.
No se trata de retomar a Rodó como si el tiempo no hubiera pasado. Tampoco de instalarse en el pasado para regodearse con lo de atrás sin mirar hacia adelante. Sí de comprender que algunas de las cosas que nuestros antepasados hicieron mal -algunas muy mal- repercuten en nuestras dificultades para abordar el presente y proyectarnos hacia el futuro. ¿O acaso no se puede criticar a los antepasados? ¿Acaso son las generaciones actualmente vivas las que se equivocan? Quizá haría bien revisitar algunos de los debates del 900 para advertir los puntos ciegos que obnubilaron a buena parte de nuestras elites intelectuales y no a una, sino a varias generaciones. De otro modo seguiremos desaprovechando el potencial de una de las obras más potentes del siglo XX, sólo porque se desmarcó de los patrones más recibidos.
América Latina constituye un continente original, y buena parte de esa potencia reside en sociedades caudalosas que no han sido comprendidas en toda su dimensión por quienes se ubicaron en el lugar de pensarlas. Quizá sea ese, el plano en que los latinoamericanos cometimos los errores de mayor calado y donde se presentan las mayores inconsistencias.
Para Rodó, la democracia no era sólo una forma de gobierno, sino el modelo, el marco para tomar las mejores decisiones y formar ciudadanía. Al fijar instancias necesarias de regulación del sistema, más allá de lo institucional -por ejemplo una escuela formadora de ciudadanos y una adecuada promoción de los mejores a los puestos de conducción- Rodó evidenciaba plena conciencia de que la cultura no se reducía a las bellas artes. Por el contrario, es el terreno donde la sociedad opera en sus plazos más largos.
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